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No olvidaré cuando te conocí
por primera y tempranísima vez,
ibas y venías,
con tus flores y tus dulces,
con tus rimas y tus formas,
desde la exclamación
hasta los colores,
con la maravilla en tu canción
y el algodón en tus hormas,
pero aún así
nadie te abría una puerta.
Ninguna profesión
te acunaba en confianza,
pues es un mundo
donde todo había de ser importante,
tu misión y tu bandera
eran ceño fruncido en el realista
y maliciosa risa en los bailes.
Pero yo, que te había nombrado
sin saberlo, fui a traerte en un poema
al que intentaba poner alas,
y fue así y no de otra guisa
como acabaste en mis escritos.
Para celebrarlo
comenzamos a expandirnos
como en mantel blanco el vino,
y anduvimos por iglesias,
las justas, por los parques,
por los velatorios y los bares,
por alumbramientos y celebraciones,
tú y yo bien prietos en tinta,
en pensamientos y recitaciones,
si, era cierto, no nos querían.
Todo se había hecho tan lógico
que parecía hasta educado,
donde advertí que el sonido de un disparo
podía ser más conmovedor que muchos llantos.
E irremediablemente pasaron los años,
y tú seguías en mi cartera,
que fíjese vos que injusta es la vida,
que los necios: verduleros sin noción
negaron tu existencia
y señalaron a mi imaginación
para hoy seguir creyendo en la tacañería
tan bien despierta
que a ti continúan sin reconocerte
a mí a veces me llaman poeta.